Si tienes una cierta edad, recordarás el peso reconfortante de un Nokia en la mano. No el peso de un smartphone moderno, frágil y costosísimo, sino el de un ladrillo indestructible. Un dispositivo que se te caía al suelo y lo que se rompía era la baldosa. Su batería duraba una semana, y su mayor dilema existencial era si podías superar tu propio récord en el juego de la Serpiente. Yo, personalmente, asocio el sonido del tono de llamada clásico de Nokia con toda una era. Era el sonido de la conexión, de la fiabilidad, de un mundo que, en retrospectiva, parecía mucho más simple.
Hoy, vamos a desgranar la historia de Nokia: de líder indiscutido a símbolo del estancamiento tecnológico. Un viaje que nos enseña más sobre la resistencia al cambio y la ceguera corporativa que cualquier manual de management.
Para entender la caída, primero debemos dimensionar la cima. Nokia no nació ayer. Fundada en el siglo XIX en Finlandia como una empresa de pulpa de papel, su capacidad de reinvención la llevó a través de la producción de cables, caucho y, finalmente, a la electrónica en la segunda mitad del siglo XX. Esta capacidad de adaptación es, irónicamente, la que más tarde perdería.
En los años 90 y principios de los 2000, bajo el liderazgo de Jorma Ollila, Nokia encontró su vocación: hacer la telefonía móvil accesible, fácil y duradera para todos. Modelos como el Nokia 3210 o el indestructible Nokia 1100 no eran solo productos; eran extensiones de la vida de millones de personas. Su estrategia empresarial era impecable: dominaban la cadena de suministro, producían a una escala masiva que abarataba costes y diseñaban hardware que era, sencillamente, superior.
Su lema, “Connecting People”, era una verdad literal. Nokia no vendía tecnología, vendía comunicación fiable. Siempre me ha fascinado cómo su cultura corporativa reflejaba la identidad finlandesa: pragmática, humilde y centrada en la ingeniería robusta.
El 9 de enero de 2007, un hombre con un jersey de cuello alto negro subió a un escenario en San Francisco y cambió el mundo. Steve Jobs presentó el iPhone. No era el primer teléfono con pantalla táctil, ni el primero con conexión a internet. Pero era el primero que lo integraba todo en una experiencia de usuario sublime.
Recuerdo perfectamente la reacción generalizada en los círculos tecnológicos. Muchos, incluidos los directivos de Nokia, lo vieron como un juguete caro y frágil. “¿Sin teclado físico? ¡No es rival para nosotros!”, debieron pensar en las oficinas de Espoo. Y en cierto modo, tenían razón… si el mundo no hubiera cambiado.
El error de Nokia no fue no ver venir el iPhone. El verdadero error fue no entender *lo que representaba*: el cambio de paradigma del hardware al software. El valor ya no estaba en la durabilidad del aparato, sino en el ecosistema de aplicaciones, en la interfaz y en la experiencia de usuario.
Lo que le pasó a Nokia es un caso de estudio perfecto de lo que Clayton Christensen llamó el “Dilema del Innovador”. Este concepto explica cómo las empresas exitosas fracasan precisamente porque hacen todo bien… según las reglas del juego antiguo.
Nokia era la mejor en su clase fabricando teléfonos para el mundo de 2005. Pero el futuro no lo definieron sus clientes de entonces, sino un nuevo tipo de usuario que ni siquiera sabía que quería una tienda de aplicaciones en su bolsillo.
Lo irónico de todo esto es que Nokia no era una empresa estática. Invertía miles de millones en I+D. El problema era cultural. Su éxito la había vuelto arrogante y complaciente. Se habían enamorado tanto de su propio producto que eran incapaces de imaginar un futuro donde sus fortalezas se convirtieran en irrelevantes.
Para 2010, la situación era desesperada. Android e iOS devoraban el mercado a una velocidad de vértigo. En un movimiento que hoy se estudia como uno de los peores errores estratégicos de la historia reciente, el CEO, Stephen Elop, anunció una alianza exclusiva con Microsoft en 2011. Nokia abandonaría su moribundo sistema Symbian para apostar todo a Windows Phone.
En su famoso memorando interno, “la plataforma en llamas”, Elop describió a Nokia como un hombre en una plataforma petrolífera en llamas que debía saltar a aguas heladas. La elección del salto fue suicida y, en 2013, Microsoft compró la división de dispositivos de Nokia, sellando su destino.
La historia de Nokia es un tesoro de lecciones para cualquier líder, emprendedor o profesional:
- La cultura se come a la estrategia para desayunar.
- Nunca te enamores de tu producto; enamórate del problema que resuelves.
- El éxito pasado no garantiza el éxito futuro.
- El liderazgo debe ser visionario, no solo gestor.
Hoy, Nokia sobrevive. Ya no fabrica los teléfonos que llevamos en el bolsillo, sino que se ha reconvertido en un actor relevante en el negocio de las infraestructuras de redes y telecomunicaciones. La historia de Nokia es un recordatorio brutal de que en el mundo de la tecnología y los negocios, no eres lo que fuiste, sino lo rápido que eres capaz de convertirte en lo que serás.
Cuando pienso en mi viejo Nokia, ya no solo siento nostalgia. Siento el peso de una gran lección: el mayor riesgo no es equivocarse, sino quedarse quieto creyendo que tienes la razón.